agosto 23, 2010

Frases escritas en un papel arrugadísimo

Acabo de tomar un poco de LSD.
Arrancó a llover.
Estoy desnudo.
Por lo menos no pienso en mi ex.
Nose si hubiese podido hacer esto con ella.
Desnudo.
Libertad.
Como en Kafka en la orilla.
Allá hay más gente, también está desnuda.
No me importa,
Voy a buscarlos.
Agarro mi ropa.
Les grito.
Les digo que nos vamos a enfermar, que mejor entremos.
La tapo a una que un poco se niega.
El otro se viste también.
Estamos empapados.
No importa,

Me siento libre.
Pasado el mediodía, unas nubes oscuras empiezan a extenderse sobre mi cabeza. El cielo adquiere una tonalidad misteriosa. Sin tregua, empieza a caer una lluvia violenta: el tejado y los cristales de la ventana de la cabaña gimen doloridos. Al instante me desprendo de la ropa, salgo desnudo afuera. Me lavo el pelo con jabón, me lavo el cuerpo. Es una sensación maravillosa. Suelto alaridos sin sentido con toda la fuerza de mis pulmones. Los grandes y duros goterones me golpean por todo el cuerpo como si de piedrecillas se tratase. Ese dolor punzante parece formar parte de un ritual religioso. Las gotas me azotan las mejillas, los párpados, el pecho, el vientre, el pene, los testículos, la espalda, las piernas, el trasero. Ni siquiera puedo mantener los ojos abiertos. El dolor contiene, sin duda alguna, cierta intimidad. Siento que el mundo me está tratando con una equidad ilimitada. Y eso me llena de alegría. De repente me siento liberado. Alzo las manos al cielo, abro la boca de par en par, bebo el agua que se vierte en ella.

Kafka en la orilla, Haruki Murakami, 2005.

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